PUNTO DE MIRA: "Chantaje y lastre de la socialdemocracia" Por Enrique de Diego
CHANTAJE Y LASTRE DE LA SOCIALDEMOCRACIA
El proceso que va desde el intento de exterminio a la depredación sistemática de las clases medias se inicia tras la segunda guerra mundial. Mezcla de chantaje mediante la amenaza comunista y de hábil coartada moral manteniendo la especie de la intrínseca injusticia de la fórmula de liberalización económica denominada capitalismo. El socialismo, que nunca antes había sido democrático, salvo como posibilismo, se ofreció como legitimador ante al riesgo totalitario. Frente a las democracias populares, había de marcharse por la senda de las democracias sociales o socialdemocracias; frente a la depredación y el genocidio, la expoliación. Era preciso administrar dosis elevadas de intervencionismo, de coacción estatal, de violencia legal desde las instancias administrativas, penalizando la iniciativa y haciendo gravoso el ejercicio de la responsabilidad. Había que mantener, para ello, a las clases medias amedrentadas. Frente a la evidencia, de los beneficios de la libre iniciativa, el socialismo se aprestó a sostener de continuo la ética superior del intervencionismo sobre la iniciativa personal, dañada de raíz por el afán de lucro, haciendo pervivir la vieja acusación comunista. El capitalismo era eficaz pero injusto o, como se ha repetido hasta la saciedad, era capaz de generar riqueza pero no de redistribuirla. El socialismo sostenía, de esa forma, una curiosa dicotomía, una absurda antinomia entre ética y eficacia, como si fuera posible una ética ineficiente, como si provocar miseria -es lo que han hecho siempre- fuera moral. Las clases medias siempre han partido con un hándicap. No han tenido tiempo para disquisiciones retóricas. Se han dedicado a resolver problemas, no a crearlos. Han estado siempre demasiado ocupadas en trabajar, en sacar adelante sus familias, sus profesiones, sus negocios y sus sociedades. Al tiempo, han respetado las buenas intenciones de sus críticos. Han dado por supuestas, aunque no las entendieran, ni compartieran, sus proclamadas altas motivaciones, siempre erigiéndose en representantes y portavoces de los trabajadores, de los desheredados, de los pobres. La proverbial ingenuidad de las clases medias les ha hecho incapaces de sospechar que se trataba, lisa y llanamente, de vivir a su costa, de parasitarlas. Como ellos nunca han querido explotar a los demás, les ha parecido inconcebible que quisieran explotarles a ellos y, mucho menos, que para ello pudiera utilizarse la moral como subterfugio. Además, los miembros de las clases medias, partidarios de la racionalidad y la ilustración, tendieron a respetar ese discurso hegemónico que, desde la catedocracia se aventaba de continuo, con el que se les acusaba de la responsabilidad de cuantos males sucedían en el mundo y de cuantas injusticias quedaban sin resolver. Al fin y al cabo, la idea más cara a la izquierda, la más originaria es que el burgués es, por definición asesinable, e incluso que el homicidio en masa formaba parte del sentido de la historia. Ahora los socialistas estaban dispuestos a acomodarse y a revestirse con los ropajes del perdonavidas. El socialismo adquirió, de esa forma, las características de un peaje, una especie de indulgencia laica para, mediante la intervención estatal, tranquilizar las inquietas conciencias de las clases medias, cuyo afán de lucro continuaba siendo, por de pronto, un pecado original, en el que recaían de continuo. El comunismo se mantenía, además, como el fantasma amenazante. Las democracias se infectaron de intervencionismo, de comunismo, como un salvoconducto. La libertad se trocó en concesión del Estado. La depredación se legalizó y se sistematizó. Leviatán creció sin tregua respetando los ritos democráticos, alimentándose de un humus de complejos de culpa esotéricos. Fueron nacionalizados sectores enteros fagocitados bajo el apelativo de estratégicos. La socialdemocracia se ofrecía como bálsamo, mas nunca abandonaba la nostalgia de la sentencia de muerte universal, para evitar que se apagaran las brasas del síndrome de Estocolmo colectivo. Cada partido mantenía, en los archivos, su programa máximo y en los congresos no dejaban de escucharse los sones de La Internacional a cuyos acordes se había conducido a las fosas comunes a los emprendedores miembros de las clases medias. De cuando en cuando, se nacionalizaba algún sector, incluso el crédito, para que no se olvidara que la propiedad privada era un mal, menor, necesario, pero mal al fin y al cabo, causa última de toda injusticia. No hubo aspecto del programa comunista que dejara de ponerse en práctica: los impuestos se tornaron progresivos, penalizando el esfuerzo y desincentivando el trabajo, las fauces de Leviatán se cebaron en las herencias, castigando a los amorosos de sus vástagos y a los menos dilapidadores, se extendió el sector estatal en las industrias y se incidió en ese error, a pesar de sus inmediatos déficits, se estatalizó la enseñanza para inculcar en el alma de los niños la adoración al Estado y la legitimación del hurto organizado. La democracia devino en prebendaria. Cada vez más gente pasó a depender del Estado y a participar en la expoliación de las clases medias. El viejo caciquismo fue perfeccionado. Y mientras aquél podía haber sido tenido, sin duda, por indigno, mas justificado como forma voluntaria de redistribución de la riqueza, el nuevo pasó a hacerse a gran escala con dinero público; es decir, mediante la expoliación, utilizando ésta contra sus víctimas. Los programas de los partidos -sobre todo los denominados de izquierdas- se convirtieron en ofertas de depredación de unos sectores en beneficio de otros; en fórmulas, cada vez más laxas, de clientelismo y en un botín cada vez más amplio mediante una depredación fiscal cada vez más sistemática. El Estado se convirtió en el impulsor de la envidia y en el administrador del resentimiento. Quien menos trabajaba, más era protegido y mimado por el Estado. La socialdemocracia, mero lastre, retardatario del progreso, llegó a instalarse como un consenso del que participaron los partidos conservadores, con su lejano resentimiento aristocrático hacia las clases medias. El esquema precisaba que el comunismo funcionará y, simplemente, no funcionó. El comunismo había depredado los recursos naturales y había llevado el esquema parasitario a sus últimas consecuencias, a su reducción al absurdo: una nomenklatura, una exigua minoría pretendía, mediante el ejercicio de la represión, vivir del trabajo de la inmensa mayoría. Cuando la casta dominante, que había puesto en práctica niveles de explotación del hombre por el hombre antes nunca inventados, vio en riesgo su propia supervivencia, el sistema, herrumbroso e instalado en la mentira, quebró. Fue un cataclismo interno, una consunción. Lo fue también para la socialdemocracia, pues la privó de su mejor argumento. ¿Qué hacer? La parasitaria socialdemocracia se aprestó a defender sus cuarteles de invierno. Durante un tiempo deambuló angustiada por el escenario. Contaba a su favor que las víctimas se habían acostumbrado al expolio. Las castas, a sus privilegios. Vivir a costa de los otros se había convertido en un estilo: hurtar, mediante subterfugios legales, el dinero de los demás, eso es la izquierda y el progresismo. Tan perverso afán de lucro había ido adquiriendo la pulsión compulsiva de la fiebre del oro.
0 comentarios